jueves, 20 de marzo de 2014

El Shepard propio

Abro Facebook y me trae la noticia. Se murió Lucius Shepard, uno de mis escritores privados. Es decir: uno de esos autores cuyo nombre parece significar algo sólo para uno. Con Lucius eso era aún más frustrante, porque cuando lo nombrabas, tu interlocutor ocasional sólo pensaba en Sam, el famoso. Por eso es que su nombre se convertía casi en una contraseña para entendidos. Me hice entendido en Lucius gracias a la revista Cuasar, que hacia fines de los 80 intentó llenar el vacío dejado por El Péndulo. En la corta época en que intentó ser una revista-libro, llegó a mis manos un especial dedicado a mi Shepard. Tenía un cuento apasionante, llamado Los confines de la Tierra, un par de notas y hasta una entrevista. Durante mucho tiempo, esa fue toda la información que pude conseguir sobre él. Pero me alcanzó. Porque el cuento era fascinante. Y su vida lo era aún más. Lucius sabía construir personajes y mundos, lograba que sus historias parecieran reales, ubicadas en el aquí y ahora, narradas por una voz personal, que demostraba tener una imaginación original, oscura, fantástica y, como si fuera poco, contestataria. Conocía el mundo más allá de las fronteras de los Estados Unidos, y había viajado mucho por Centroamérica. Era un ex rocker nunca hippie reconvertido a escritor de ciencia ficción cuando las otras rutas de su vida habían perdido sentido. Un tipo que había vivido, a la manera de los beatniks, pero con rock en vez de jazz, y que después se había puesto a escribir esa ciencia ficción que piensa más en la ficción que en la ciencia. Y sus cuentos eran hipnóticos. Aquel especial de Cuasar tiene fecha de septiembre del 89, y desde entonces nunca he dejado de estar detrás de la pista de Lucius. Me acuerdo que Charlie Feiling me contó alguna vez que coincidió con él en Iowa, donde escribió parte de The Golden, una novela que –según una especialista como Mariana Enriquez—está entre las mejores dedicadas a los vampiros. Una de las maravillas de internet es que permitió obtener nueva información de todas esas obsesiones que uno tenía perdidas y compartimentadas, y Lucius era una de ellas. Pocos sabían de su existencia, así que era imposible conseguir novedades suyas. Pero gracias a internet me enteré de las idas y vueltas de su carrera, pude ponerme al día con su obra, e incluso empecé a leer algún blog en el que comentaba películas, con una mirada muy original y siempre interesante. Facebook hizo más inmediato ese contacto, pero esa inmediatez al mismo tiempo lo fue haciendo más impersonal. En el último tiempo había vuelto a escribir y publicar, se lo notaba entusiasmado. Tenía nuevos libros por venir. Hasta que de pronto dejó de postear. Cuando volvió la actividad en su muro, fue por el post de un amigo que informaba que había sufrido un infarto, y que estaba mejorando. Hasta hoy. A pesar de seguir buscando y rebuscando sus libros tanto en sus extrañas ediciones originales en inglés como sus raras traducciones al castellano, sigo prefiriendo su primera obra, cuyo mejor ejemplo está en los cuentos de El cazador de jaguares –para su edición en castellano la editorial Alcor lo dividió en dos libros, el segundo se titula El hombre que pintó al dragón Griaule--, donde esa voz tan particular de Lucius brilla con su mejor luz. Hay uno en el segundo volumen que se llama El fin de la vida tal y como la conocemos, en el que una pareja de mochileros que vive reprochándose cosas y a punto de separarse se embarca en una experiencia fuera de lo normal, algo que en vez de precipitar la pelea –como era de esperar—los hace aceptar su realidad, y abrazan sabiamente su nuevo destino. Para el joven que era entonces, que aún no había vivido demasiado, aquel cuento fue toda una revelación. Para el lector que sigue persiguiendo su obra esperando volver a escuchar al menos alguna versión de aquella voz única y personal, el recuerdo me invita a aceptar la noticia, y la pérdida. Buen viaje, amigo Lucius. Voy a seguir buscando tus libros, esos que aún me quedan por leer. 

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