jueves, 5 de abril de 2012

A 18 años de la muerte de Kurt Cobain

CARTA PARA KURT COBAIN, por Douglas Coupland

Viernes 8 de abril de 1994

Querido Kurt:
Estaba en Seattle, el 4 de marzo de 1994, cuando escuché las noticias: que estabas en Roma, que habías bebido demasiado champán, demasiados sedantes, Rohypnol, que estabas enfermo. Lo que sea. Estabas en coma. Yo viví en Italia en 1984, y recuerdo que los farmacéuticos de allá venden los sedantes como si fueran caramelos. Así que las noticias sonaban creíbles.
Representantes de la compañia discográfica de David Geffen seguían entregando la misma noticia a los medios, seminoticias: Kurt abrió los ojos, Kurt movió su mano en respuesta a su nombre. Pero nadie en Seattle se sentía como si hubiera alguna noticia real. O estás en coma o no estás en coma.
Todo tipo de rumores y comentarios recorrían la ciudad. Al final era siempre lo mismo: No, Kurt aún está en coma... creo. Reuters admitió que los previos informes sobre tu salida del estado de coma eran incorrectos.
La respuesta reflexiva de todo el mundo era bromear sobre todo el asunto, pero finalmente no podíamos. Dentro de nosotros hay discos de 33 1/3, y hacer una broma sobre vos era lo mismo que pasar una aguja por ese disco, la ironía estaba descartada. Hacíamos bromas, en cambio, sobre las compañías discogr ficas y sobre ambulancias italianas y sobre comida de hospital, pero nunca sobre vos. La radio pasaba tus canciones una y otra vez, siempre con la misma noticia: no hay noticias.
Alrededor de las tres de la tarde tuve que conducir por la ruta interestatal número tres, desde el centro de la ciudad hasta Kent, pasando frente al KingDome, donde una vez en los setenta fui a ver a Paul Mc Cartney y los Wings. Justo entonces en la radio sonó tu tema, "Dumb". Observé un grupo de cerezos que, engañados por alguna primavera temprana, ya habían florecido. Comencé a llorar.
.......

Había estado lloviendo en Seattle durante semanas.
El día que entraste en coma fue el primero en que el cielo al menos consideró clarear. Fue uno de esos días en los que uno nunca puede anticipar lo que va a pasar. Nubes de tormenta se mostraban sobre el Lago Washington, aunque también estaba soleado --o algo así-- sobre los campos de Boeing, y al sur hacia Tacoma. El cielo sobre Seattle ese día se transformó en el corazón de la ciudad: parecía como si estuviera tratando de decidir si había que brillar u olvidar.
Al llegar a Kent, pasé cerca de un proyecto de hotel que había fallado. Sus paredes empapeladas se habían deshecho como la ropa de una momia y los restos estaban flameando en el viento, como un hotel cubierto de vendajes; no tenía ventanas. En el medio de un campo arado vi un rododendro en flor. Rosa.
La radio aún no tenía noticias. A lo largo de la ruta 5 los árboles susurraban con el viento, y la cara inferior de sus hojas --que guardan el oxígeno-- brillaban coloreadas por la sabia, recortándose contra la subida de la autopista. Y me recordé más joven, viajando a Seattle desde Vancouver: la imagen más impresionante era la de una autopista a medio terminar, que llevaba a ningún lugar.
Me quedé pensando en algunos campos que acababa de ver, ahora volviéndose lentamente verdes, y cómo esos campos me recordaron ciertos miedos que tenía cuando era más joven. Miedo a que la naturaleza pudiese simplemente un año decidirse a no despertar. Podía abrir sus ojos, volver a dormir, y nunca regresar.
.......
Manejé hasta el barrio universitario, donde los estudiantes estaban aturdidos. El cajero de la disquería no sabía nada. Comencé a ver sólo símbolos que encajaban en la situación: ví a una joven parada en una esquina con un vestido floreado y borceguíes tomando polaroids de la nada, saliendo de allí ví a un mensajero en bicicleta llevando a su lado otra bicicleta vacía, de regreso al hotel perdí a través de un
agujero en el bolsillo mis anteojos de sol de nueve dólares, que siempre me habían gustado porque a través de ellos parecía que el cielo era más azul.
En las noticias de las seis treinta en la televisión, mostraron la ambulancia que estaba conduciéndote a un hospital americano.
Italia.
Vos, el chico del aquí, de lo nuevo, perdido en la más vieja de las ciudades. Parecía algo cruel.
Esa noche, más tarde, aún no había noticias reales. Pero por lo menos parecía que habías salido de tu coma. Pero entonces un nuevo temor apareció, uno tan terrible que no podíamos siquiera hablar de él directamente, como si las palabras le dieran vida propia: el temor de que podías emerger de tu coma... con el cerebro muerto. Así que mis amigos y yo hablábamos del tiempo. Tratábamos de establecer si, de hecho, ese día el cielo había estado cubierto o despejado. La noche cayó antes de que pudiéramos arribar a una conclusión, antes de estar totalmente seguros de que el sol había ganado.
Al día siguiente estabas aparentemente bien. En el hospital, cuando te despertaste, pediste un helado de frutilla. No tenías el cerebro muerto. O eso parecía. Y el mundo siguió su curso.
Pero también recuerdo que nunca vi una foto tuya después de ese día --ni siquiera una instantánea volviendo de Europa, volviendo del pasado-- o una foto tuya haciendo el signo de la paz para la prensa. Y entonces ayer escuché que Nirvana había cancelado su participación en el Lollapalooza Tour. Y me imaginé que algo estaba pasando.
..........
Y ahora estás muerto.
Estaba en San Francisco, manejando por la ruta 101 cuando escuché la noticia por la radio. La noticia de que te habías pegado un tiro.
Un par de minutos más tarde estaba en la ciudad. Estacioné el auto y traté de saber cómo me sentía.
Nunca te pedí que me hicieras preocuparme por vos, pero sucedió --en contra de la moda, en contra de las posibilidades-- y ahora estás en mi imaginación para siempre.
Y también me imagino que estás en el cielo. ¿Pero cómo, exactamente, te puede ayudar ahora el hecho de saber que vos también, como se suele decir, fuiste alguna vez adorado?

D.

(Traducción de Martín Pérez, para la revista Página/30)

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